Artículo

Articulo.-El Derecho penal del enemigo como garantía de la juricidad democrática estatal

Quiero comenzar mi breve reflexión sobre el Derecho penal del enemigo con un ejemplo trivial. Varios sujetos se reúnen para planear una serie de atentados terroristas, que pretenden llevar a cabo dentro de dos años. Hacen acopio de armas de fuego y conforman una asociación ilícita. ¿Cómo ha de afrontar el ordenamiento jurídico-penal ese suceso? ¿Debe el Estado mantener el “paradigma de la lesión”, esto es, únicamente puede proceder contra ellos cuando efectivamente, dentro de dos años, lleven a cabo esos atentados terroristas o comiencen al menos su ejecución directa (tentativa), o -por el contrario- debe el Estado actuar, conforme a un “paradigma de peligrosidad”, de manera anticipada, no esperando a que esos sujetos que se asocian lleven a cabo realmente su criminal propósito, sino adelantando la barrera de actuación del Derecho penal a un momento anterior, en que el peligro es más prematuro: por ejemplo, castigando ya hoy la mera asociación terrorista o la mera posesión de armas de fuego, con fines preventivos?

La formulación de la segunda pregunta ya incorpora las dos posibles soluciones que pueden darse a ese supuesto: la primera consiste en considerar que los sujetos no han lesionado aun bien jurídico alguno, ni siquiera han comenzado la ejecución de un delito de terrorismo, de lesiones o de homicidio que pretendían cometer, por lo que no se les puede imputar por el momento responsabilidad alguna. La segunda solución es considerar que, ya, de facto, en el momento presente, los sujetos representan un peligro latente para la Sociedad, y que si bien aun no comenzaron a ejecutar los delitos de terrorismo planeados, la misma conformación de una asociación ilícita supone una conmoción de la seguridad estatal que merece reprobación penal, de manera que excepcionalmente puede combatirse a esos sujetos por la pertenencia a banda armada, que vendría a ser algo así como una tipificación autónoma, como delito consumado y adelantado, de una conspiración delictiva de terrorismo. El primer tratamiento sería una solución de Derecho penal del ciudadano. La segunda solución es un propia del llamado Derecho penal del enemigo. Esto es, mediante la primera el Estado trata con ciudadanos, mediante la segunda combate focos de peligro (enemigos).

Resulta sintomático que, por lo que acierto a ver, todos los Códigos penales actuales de los Estados democráticos del mundo se decanten unánimente por la segunda solución. Se trata, no de dictaduras pasadas o presentes, sino de países con larga tradición democrática, con Estados de Derecho consolidados y que, aun así, se decantan, en este y en otros supuestos, de manera excepcional, por una norma de Derecho penal del enemigo. Y es normal que así sea. ¿Por qué? Pues muy sencillo: porque el Derecho penal del enemigo es, en una dosis correctamente racionada, una garantía de la juridicidad democrática estatal. Veamos por qué.

Los ciudadanos tienen, en tanto tales, determinados deberes jurídicos. Por ejemplo, han de cumplir el servicio militar, cuando son llamados a filas; han de ser alimentar a su hijo menor de edad; han de detener su vehículo ante un semáforo en rojo, etc. Es decir, los ciudadanos, por el hecho de pertenecer al grupo social, vienen obligados a realizar una determinada prestación para mantener un determinado status quo social, esto es, para integrar la estructura normativa de la Sociedad. Ésta, la Sociedad, se conforma por normas. Y las normas son, a su vez, un mecanismo de orientación de conductas y de aseguramiento de expectativas de los ciudadanos. Ello significa que los ciudadanos respetuosos con la norma encuentran en ella un faro de guía, un ejemplo a seguir, de sus conductas: la norma les indica lo que deben hacer para comportarse como ciudadanos correctos (por ejemplo: detenerse ante un semáforo en rojo). El respeto a esa norma como indicador social afianza al mismo tiempo la expectativa normativa que la sociedad tiene depositada en ese sujeto, y lo hace en un doble sentido: la afianza porque ese sujeto se comporta como el ordenamiento jurídico esperaba de él, a saber: como un ciudadano respetuoso con la norma (esto es, como “persona en Derecho”) pero también la afianza porque está posibilitando que los demás ciudadanos sigan viendo en esa norma el foco de guía, el ejemplo social a seguir. Esto es, cuando se respeta una norma nos respetamos a nosotros mismos como ciudadanos respetuosos pero al mismo tiempo respetamos a los demás como personas en Derecho que pueden seguir desarrollando sus vidad dentro de un parámetro mínimo de seguridad, lo cual conlleva un afianzamiento de mayor alcance: estamos reafirmando continuamente la estructura social. En definitiva, cuando cumplimos una norma, cumplimos también la máxima hegeliana que afirma: “sé persona y respeta a los demás como personas”.

Imaginemos que nadie respetara las reglas del tráfico: que nadie estacionara su vehículo ante un semáforo en rojo. ¿Podrían los peatones cruzar por el paso de cebra con la mínima seguridad de que no sufrirán lesión injusta? No. Y no podrían por dos motivos: porque la norma ha perdido su vigencia (y la ha perdido porque la expectativa que ella misma consagraba, a saber: que “los peratones pueden cruzar sin riesgo cuando el semáforo está en rojo para los vehículos” ha perdido su vigencia). Y, además, porque esa norma que antes conformaba la estructura social y que ahora ha perdido su vigencia ya no sirve para que el ciudadano pueda vincular a ella su bienestar: ya no es un foco de guía para ella, ya no le sirve como mecanismo de desarrollo social. De ahí se deriva una cuestión fundamental: la norma jurídica no tiene únicamente un contenido negativo (lesión o quebrantamiento de la norma), sino primordialmente un contenido positivo: el afianzamiento de la seguridad de los ciudadanos que pueden confiar en que la norma sigue vigente y en que esa norma les ampara.

Pues bien, las situaciones de Derecho penal del enemigo son, en los Estados democráticos actuales, una reacción frente a la erosión intolerable de esas normas imprescindibles para la convivencia: las que el Profesor Jakobs denomina “normas de flanqueo”. Volvamos al caso de los terroristas que se agrupan en una asociación ilícita. El Estado podría aplicar los parámetros de reacción usuales y reprimir al sujeto recién cuando principie la ejecución de los delitos que esos sujetos pretenden realizar. Sin embargo, adelanta su momento de acción y sanciona a los sujetos por la mera reunión en una banda (esto es, por una conducta que, en otro caso, sería ejercicio de un derecho fundamental: el de asociación), por la posesión de objetos peligrosos (sin necesidad de que hayan hecho uso de ellos) y por que se asocian con fines ilícitos (aunque los fines no lleguen a realizarse nunca, y queden en meros pensamientos). ¿Por qué es ello así, esto es, por qué se combate al sujeto como enemigo y no se le trata como ciudadano, respetando plenamente su ámbito de libertad (por ejemplo: libertad de asociarse en una banda terrorista? Pues muy claro: porque esa reunión supone ya un impedimiento para que los ciudadanos puedan desarrollar plenamente, dentro de un mínimo parámetro de seguridad, su personalidad en Derecho.

Piénsese en lo que ocurriría en el caso contrario, esto es, en el supuesto en el que el Estado tratara a esos terroristas como si fueran personas en Derecho y no sujetos sujetos que conmocionan la seguridad estatal: pues sucedería que ningún ciudadano podría salir a la calle con un mínimo de seguridad si supiera que sus vecinos de al lado conforman una asociación terrorista con disposición de armas y aun no pudieran ser sancionados hasta que comenzaran la ejecución de sus actos terroristas: no podrían salir a la calle a tirar la basura, a comprar el pan, o a la discoteca a las tres de la mañana, porque habrían perdido la mínima seguridad en la vigencia de la norma por mor de esa peligrosidad latente que los sujetos asociados representan.

Por ello, y resumiendo: las normas de Derecho penal del enemigo son excepcionales en los Estados de Derecho. Designan casos de especial peligrosidad en los que se erosiona la seguridad cognitiva en la vigencia de la norma, esto e, en los que se imposibilita el ejercicio normal de la personalidad por parte de los ciudadanos. Suponen, pues, una lesión actual de lo que yo denomino mínimo deber de civilidad y que se corresponde con la máxima de Hegel: “Sé persona y respeta a los demás como personas”. Por eso, si esas normas se hallan correctamente delimitadas y se refieren estrictamente a esos supuestos de real peligrosidad, constituyen un mecanismo imprescindible para el mantenimiento de la confianza que los ciudadanos (personas en Derecho) deben tener en la vigencia de la norma. Esto es, constituyen una garantía de la juridicidad democrática estatal y, con ella, de la personalidad en Derecho de los ciudadanos respetuosos de la norma.

X